Dead Synchronicity sale mañana, y yo llevo dos meses y pico para hablar de él: el 23 de enero estuve desayunando en Fictiorama Studios. Los Oliván (y Martín, su grafista) me dieron bollitos, la charla fue bella, distendida y no se habló mucho de su libro. Les he seguido desde que empezaron, he coincidido con ellos en mil sitios, hemos tenido muchas conversaciones sobre la aventura gráfica y sé, no solo por cómo lo expresan ellos, que lo que hacen lo hacen con pasión, que saben de lo que hablan, tienen la teoría aprendida e intentan llevarla a la práctica lo mejor que pueden con medios limitados. La cosa es que a pesar de los bollitos y la simpatía, he tardado dos meses y pico en hablar de lo suyo. Primero, porque no escribo: la pochez vital me carcome y lo mío es destilar vinagre en un frío sótano, exhalando acres efluvios y recreándome con los perturbadores efectos que causan en mi psique, cultivando así una misantropía galopante y un perfume avasallador que inexplicablemente ayuda poco a que el género humano se reconcilie conmigo. Segundo, porque el tiempo que me paso no escribiendo lo empleo en hacer revista de prensa videojueguil mientras degusto mi propia sustancia, que, aclaro, no es otra que el vinagre: no dejemos volar la imaginación hacia el terreno de las proezas onanistas (que también), a pesar de que cuando de medios de jueguicos se trata quizá se vierta mucho en tierra y haya unos cuantos circuitos cerrados. En fin, la cosa es que entre rastreos mediáticos y sobredosis de omeprazol hago frente con gallardía a la tiranía de la hoja en blanco para ofrecer el descarnado relato de esa batalla sin fusiles que es hacer videojuegos en esta España nuestra, que tanto nos duele. Unos minutos después llego a la inevitable conclusión de que de Dead Synchronicity se ha hablado hasta en el tique de aparcamiento y de que poco voy a contribuir a que nadie sepa del juego. Chupito de vinegar, pues.
De Dead Synchronicity se han dicho muchas cosas durante mucho tiempo. Sorprendentemente, uno las lee y no es capaz de diferenciarlas. De la inmensa cobertura en español del juego, todos, sin excepción, han dicho casi lo mismo, casi con las mismas palabras y cometiendo los mismos errores. Confundiendo complejo e intrincado con profundo. Estirando declaraciones sobre el expresionismo hasta el límite de sacar a colación a Munch (?) o Dalí, por hacer reflexiones propias que toquen otros palos. Hablando de lo adulta y lo dura que es para recalcar que no innova en el fondo, sino en la forma o que no innova en la forma sino en el fondo (?). Enzarzándose en espinosas espirales de namedropping para ignorar referentes directos y confesos (si alguien hubiera preguntado), como la portada a lo Saul Bass o la influencia de Goblin en la música; porque la música se inspira en el giallo (no en Mr. Giallo), y decir giallo es decir Argento, y hablar de la música de Argento es hablar de Suspiria, de Goblin y de Claudio Simonetti. Estableciendo comparaciones con Philip K. Dick (¡Blade Runner!), Murnau o una ristra de filósofos. Y todo así, a lo bruto, lanzado a la cara del lector en una competición para ver quién aplica más bálsamo y quién es más superficial, quién achaca mejor a decisiones de desarrollo meditadas lo que los autores saben bien que es falta de medios. ¿Aclarando algo del juego? No, si acaso aclarando la información que venga en la contraportada. En definitiva, que la crítica se convierte sin término medio o en panfleto evangelizador o en vehículo de lucimiento del señor que la escribe, que en lugar de hablar de aquello de lo que trata y ver por qué está bien o está mal se empeña en recalcar sus obsesiones particulares, siguiendo un hilo conductor a duras penas sostenido. Y eso está mal, eso está feo. Los protagonistas son Fictiorama, su obra y aquello que han querido plasmar en ella. No elucubraciones locas. Por supuesto que puede y debe haber interpretaciones personales y la subjetividad ha de reinar, pero en el contexto del material que nos ofrecen, que en sí mismo no es baladí.